La mitología china atribuye a la diosa Nüwa (女娲) el papel de creadora de nuestra especie, ya que para aliviar su soledad moldeó con barro un conjunto de pequeños muñecos a los que llamó ren (persona). Con la alegría que las personas le proporcionaban, la diosa no volvió a sentirse sola jamás.
El hombre prehistórico carecía de la eficiencia y la productividad, así como de las técnicas científicas y tecnológicas con las que contamos hoy en día, para poder explorar el mundo en el que vivían. Ante tales circunstancias, no existía otro remedio que acudir a la imaginación para crear dioses y leyendas con los que atribuir una explicación a la existencia del sol, la luna y las estrellas, los ríos y las montañas, las cuatro estaciones del año, los desastres naturales e incluso los artificiales y otros fenómenos sociales y naturales que los rodeaban. Cada uno de los pueblos cuenta con leyendas con significados parecidos al mito de la creación, al origen del ser humano o al diluvio universal. De todas ellas, es la del origen humano aquella que más diferentes interpretaciones ha adquirido y la que ha ejercido una mayor influencia en nuestras vidas a lo largo de la historia. En Occidente, los griegos atribuyeron a Prometeo la creación del hombre, los babilonios hicieron lo mismo con su diosa Tiamat y, en Egipto, el encargado fue el antiguo dios Osiris… Además de todos estos mitos, en Oriente también existe una leyenda sobre el origen de nuestra especie: la historia de cómo Nüwa (女娲) moldeó el barro para crear al ser humano.
“Poco después de que Pangu separara el Cielo de la Tierra nació Nüwa, la primera diosa. Esta contaba con cabeza y torso humanos y extremidades inferiores en forma de cola de serpiente”
Cuentan
algunas leyendas que, antes de que la Tierra se separara del Cielo, el
caos regía en todo el firmamento. En medio de tanto desconcierto tan
solo vivía un habitante, el gigante Pangu (盘古)
que, tras despertar de su letargo de 18.000 años, descubrió que todo
cuanto lo rodeaba estaba sumido en una profunda oscuridad. Realizó un
gran esfuerzo para estirar sus cuatro extremidades y se valió de todas
las fuerzas que tenía para levantarse. En cuanto se puso en pie, el caos
comenzó a alejarse y la luz y el aire fresco lograron penetrar en el
hueco antes habitado por la oscuridad. Cuando Pangu logró erguirse sobre
sí mismo, los elementos más ligeros comenzaron a flotar hacia arriba,
de manera que su cabeza se convirtió en el Cielo, al mismo tiempo, los
más pesados se hundieron hacia abajo, hasta que sus pies se convirtieron
en el suelo. Precisamente de esta historia procede el dicho chino “ser
capaz de sostener el suelo y el cielo”, usada para describir a aquellas
personas capaces de asumir todas sus responsabilidades. Posteriormente,
el gigante Pangu continuó utilizando su magia para que el cielo
ascendiera aún más, hasta llegar al punto más alto del firmamento,
mientras el suelo se fue hundiendo hacia las profundidades y, una vez
exhausto, se tumbó en el suelo y falleció tras dejar escapar un último
suspiro. Más tarde, su cadáver comenzó a experimentar una gran
transformación: sus ronquidos se convirtieron en el estruendo de los
truenos, el ojo derecho se transformó en el sol y el izquierdo en la
luna; su piel y su vello dibujaron las praderas y bosques; los dientes
se convirtieron en piedras; los músculos en la tierra; la sangre en los
ríos; las manos, los pies y el torso pasaron a ser las montañas y su
respiración provocó el viento y la lluvia.
Poco
después de que Pangu separara el Cielo de la Tierra nació Nüwa, la
primera diosa. Esta contaba con cabeza y torso humanos y extremidades
inferiores en forma de cola de serpiente. La diosa vivió en solitario
durante un largo periodo de tiempo y, a pesar de transformarse al menos
70 veces al día, no consiguió aplacar la aflicción que la soledad le
producía en su interior.
Un día, mientras
paseaba por el mundo que se había creado entre el Cielo y la Tierra, se
llevó una grata sorpresa al descubrir un estanque frente a sí misma. Se
sentó en la orilla y vio que sobre la superficie del agua se había
formado una figura idéntica a la suya y que imitaba con exactitud los
movimientos que ella realizaba. Inspirada por la imagen de la figura,
pensó: “si en el mundo hubiera más seres vivos como yo, no tendría que
vivir en soledad, todo se llenaría de vitalidad y colorido”. En ese
preciso instante se dio cuenta de que al lado de la orilla del estanque
se acumulaba barro, por lo que juntó un poco e hizo una bola que mezcló
con el agua y, basándose en su propia imagen, fue dando forma a un
conjunto de pequeños muñecos. Una vez los puso en el suelo, las figuras
de barro comenzaron a moverse y a llamarla “mamá”. Vitoreaban y
brincaban repletos de alegría, pues celebraban el nacimiento de la nueva
vida.
Nüwa se quedó mirando exultante a los pequeños seres vivos que ella misma había creado y los llamó ren
(persona). Sus cuerpos no eran lo suficientemente robustos, al haber
sido creados por Nüwa, su apariencia y movimientos se asemejaban a los
de las divinidades y diferían de aquellos de los animales. Gracias a
ello, el ser humano se convirtió en una representación de los dioses y,
por lo tanto, adquirió la responsabilidad de regir los asuntos del mundo
existente entre Cielo y Tierra. Nüwa, contenta por el resultado de su
creación, continuó dando forma al barro para aumentar aún más la
cantidad de seres humanos. Con la alegría que las personas le
proporcionaban, la diosa no volvió a sentirse sola jamás.
“Satisfecha por los resultados que estaba obteniendo, Nüwa pasaba los días y las noches creando más y más humanos. Sin embargo, el mundo era demasiado grande y estaba dedicándole demasiado tiempo a su afanosa tarea sin ni siquiera descansar, por lo que acabó exhausta”
Satisfecha
por los resultados que estaba obteniendo, Nüwa pasaba los días y las
noches creando más y más humanos. Sin embargo, el mundo era demasiado
grande y estaba dedicándole demasiado tiempo a su afanosa tarea sin ni
siquiera descansar, por lo que acabó exhausta. Para facilitar la
creación, decidió utilizar una rama de mimbre para remover el barro, de
manera que cada vez que esparcía la sustancia resultante por el suelo,
una gran cantidad de seres humanos cobraban vida. Poco después, las
huellas de sus pequeñas figuras comenzaron a cubrir toda la superficie
terrestre. Aunque había creado al ser humano, no le había otorgado la
inmortalidad, por lo que pensó que era necesario que estos siguieran
procreando por sí mismos para extender su especie, así que creó al
hombre y a la mujer que, unidos, serían capaces de dar a luz a nuevas
personas, asegurándose así que las generaciones de seres humanos
perdurarían para la eternidad.
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