domingo, 12 de abril de 2015

Altea mata a su hijo Meleagro

En la mitología griega se puede encontrar no pocos casos de filicidio, o sea de padres o madres que matan a sus hijos.

Tal vez las leyendas más conocidas que se relacionan con este crimen abominable sean la de Crono, quien mataba a sus hijos para que no crecieran y pudieran quitarle el poder; y de Medea, que asesinó a sus hijos porque su esposo, Jasón, la abandonó para casarse con otra mujer.
“¡Hijos malditos de funesta madre: que perezcais con vuestro padre; que todo su linaje sea exterminado!”, exclama Medea en la tragedia del mismo nombre escrita por Eurípides. Enloquecida por la traición del marido, Medea cree que “así —matando a sus hijos— atormentaré terriblemente a mi esposo”.

Pero hay otros casos de filicidio que aunque no fueron inmortalizados por los trágicos griegos, quedaron para siempre en las leyendas de la mitología clásica. Tal es el caso de Altea, esposa de Eneo, el legendario rey de Calidonia a quien Dionisio (o Baco) le enseñó a hacer el vino y fue el primero en producirlo para el consumo humano.

Altea tuvo de Eneo varios hijos, entre ellos Meleagro. A poco de nacer, mientras Altea calentaba al bebé junto al hogar (el fuego que ardía dentro de la casa y alrededor del cual se reunía la familia), se presentaron las tres Moiras (Clotos, Laquesis y Atropos), las divinidades que hilaban y cortaban la tela de la vida de los seres humanos.

Las Moiras echaron un palo a la hoguera y cuando comenzó a arder dijeron sentenciosamente: “La vida de este niño durará mientras dure ese tizón que está en el fuego”. Y luego desaparecieron.

Espantada por aquel funesto presagio, Altea sacó el tizón del fuego, lo apagó y después lo guardó cuidadosamente en un cofre, al que solo ella tenía acceso.

Pasaron veinte años. Eneo ofreció una gran fiesta para agradecer a los dioses por las abundantes cosechas con las que habían bendecido a Calidonia, pero olvidó incluir en el homenaje a la poderosa Artemisa. La diosa se enojó por ese desaire y para castigar el agravio mandó a la comarca un monstruoso jabalí, que “vomitaba vapores pestilentes; sus cerdas eran como puntas de lanza y sus colmillos enormes como los de un elefante”, relata el mitólogo francés Juan Humbert.


Eneo organizó una gran cacería a la que invitó a los mejores cazadores de Grecia, para que mataran a aquella bestia que espantaba a la gente y dañaba las cosechas. En la cacería se destacó Atalanta, una intrépida doncella que al nacer fue abandonada en un bosque por su padre porque quería un hijo varón y no una hembra, pero la niña sobrevivió amamantada por una osa y criada por unos cazadores. Así Atalanta se convirtió en una gran cazadora y como tal participó en la cacería del jabalí de Calidonia.

Atalanta asestó un flechazo detrás de la oreja al enorme animal que cayó al suelo. Y entonces Meleagro le asestó una cuchillada mortal, lo descuartizó y ofreció la cabeza a Atalanta, como premio por su hazaña.

Pero los hermanos de Altea, quienes habían participado en la cacería, se llenaron de envidia y atacaron a Atalanta para arrebatarle la cabeza del animal. Meleagro acudió en defensa de la joven cazadora, entró en pleito con sus tíos y les dio muerte en un fiero combate.

Al conocer la muerte de sus hermanos a los que mucho quería, Altea entró en furia y fue en busca del cofre donde guardaba el apagado tizón que marcaba la duración de la vida de su hijo. Sin reflexionar acerca de lo que hacía, Altea arrojó al fuego el leño que ardió hasta consumirse, mientras el desdichado Meleagro moría sufriendo espantosos dolores.

No pasó mucho tiempo para que Altea se diera cuenta de lo que había hecho y, llena de arrepentimiento y desesperación, se quitó la vida ella misma clavándose un puñal en el corazón. Mientras tanto sus hijas, las hermanas de Meleagro, permanecían inconsolables al lado del cadáver de su hermano, sin permitir que fuese sepultado. Hasta que Artemisa se compadeció de ellas y las convirtió en unas aves galllináceas que en vez de cantar se lamentan y fueron llamadas las Meleagridas.

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