Así como las sombras de los fallecidos que rondaban el inframundo, según las creencias de la mitología antigua clásica -griega y romana-, existían en las religiones de Sumeria, Babilónica, Asiria y de otros pueblos mesopotámicos, unos espíritus merodeadores similares.
Se trataba de los gidim, como eran denominados en sumerio y eṭemmu en acadio. La palabra sumeria puede analizarse como compuesta por gig, que significa “estar enfermo” y dim que representa demonio” o por gi “negro” y dim “acercarse”.
En la antigua Mesopotamia, los vivos y los muertos estaban estrechamente conectados. Era una creencia indiscutible que la mortalidad era una de las características definitorias de los seres humanos.
Cualquier persona que moría joven era considerada maldecida por los dioses, mientras que aquellos que eran saludables eran vigilados por espíritus beneficiosos, y cuando esa protección se desvanecía, terribles cosas podían ocurrir.
Una vez que una persona moría, se convertía en un gidim, o “espíritu de muerte”. El espíritu era una criatura sombría que a veces se aparecía a amigos, familiares y seres queridos y siempre reconocible como la persona que habían sido en la vida.
Sin embargo, los gidim no aparecía al azar, sino que podía ser invocado por los vivos. Los montículos de entierros en Mesopotamia eran más que un lugar donde los restos de las personas eran sepultados para el paso a la otra vida.
Eran un lugar importante porque allí los restos también eran cuidados en caso de que alguna vez fueran necesarios para llamar a un gidim desde el inframundo.
No se sabe cuál era el proceso para enterrar correctamente un cuerpo, pero se cree que variaba según el rango de la persona. Los reyes y las reinas podían tener períodos de luto más largos que los plebeyos, y sus montículos de entierro a menudo se les llamaba “palacio de descanso” o “casa de la eternidad”.
La existencia de los gidim en la siguiente vida era triste, y por eso era responsabilidad de los vivos dar ofrendas a los muertos. Sin los dones de los vivos, los gidim eran condenados a la sed eterna y a alimentarse de comida amarga y casi inconsumible.
Otras historias dicen que los gidim no comían nada más que polvo y que existían en un reino gobernado tiránicamente por la reina Ereshkigal y su consorte, Nergal.
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