Son una variante de las Xanas, pero se diferencian primordialmente en que se tratan de seres humanos. Son hermosas doncellas que son llevadas al mundo de los elementales por poseer alguna cualidad extraña a nuestro entendimiento. Generalmente su misión es la de guardianas de los tesoros de las grutas, junto con el temible Cuélebre.
Estas jóvenes sienten al principio una gran tristeza por no estar con los suyos y la expresaban cantando bellas y enigmáticas canciones en la entrada de las cuevas, este canto atraía a los pastores y viajeros que pasaban por las cercanías, y si la Ayalga aun tenia naturaleza humana le avisaba de los peligros de despertar al Cuélebre que dormitaba en el interior. Ellas pueden conseguir volver a su vida humana, pero no hasta que el visitante consiga matar al dragón.
Aun hoy se recuerdan historias de encuentros de pastores con estos seres, en los que la dama enamoraba y explicaba al visitante como conseguir los valiosos tesoros del interior, una vez logrado regresaban al pueblo y la Ayalga se casaba con el hombre mortal y perdía todos los poderes que los espíritus de la Naturaleza le habían otorgado, como su bella voz y el entendimiento del lenguaje de animales y plantas, a su vez olvidaba para siempre sus recuerdos de convivencia del reino de las hadas. Sin embargo esto no sucedía siempre y el paso del tiempo diluía su naturaleza mortal, convirtiéndose en seres inmortales.
La Ayalga también se cree que es una mujer encantada que habita en las ruinas de antiguos palacios o en oscuras cavernas, prisionera de los cuélebres y que vive consumida en su tristeza, victima de los encantamientos. Su existencia esta ligada a las tradiciones de la noche de San Juan. La Ayalga, aprovechando el aletargamiento de los Cuélebres en esa noche, se manifiesta a los hombres en forma de luces o fuegos. El hombre que los apague con una rama de sauce podrá contemplar como surge de las cenizas una mujer, de una hermosura deslumbrante, que le ofrece su amor y los riquísimos tesoros que esconde en sus ocultos palacios.
Sobre las Ayalgas se recogen algunos detalles curiosos: los Cuélebres huyen al verla desencantada, coincidiendo con la hora del alba; ella conduce a su desencantador cogido por uno de los extremos de su ceñidor, descrito con frecuencia como hecho de bellas flores silvestres; se la representa con largas melenas; su encantamiento es un castigo impuesto por sus pecados. En el mejor de los casos el relato termina en un feliz matrimonio.
Son hermosas, pero menos que las Xanas. Su belleza es terrena sin nada diabólico. En definitiva, pertenecen al grupo de mujeres encantadas obligadas a vivir en misteriosos palacios llenos de grandes riquezas, guardados por horrorosos cuélebres (enormes culebras con alas) que parecen escapados del amplio catálogo de los reptiles prehistóricos.
Así como la mañana de San Juan es propicia al desencantamiento, la noche de San Juan también lo es y por ello las Ayalgas, que constantemente suspiran por su libertad perdida, comprueban en ésa noche cómo se adormecen sus vigilantes guardianes, y, entonces, ellas atraen a los hombres por medio de unas lucecitas azuladas, bastando que alguno de ellos las toque con una rama de sauce verde para romper el encanto, lo cual motivará el que la desencantada, agradecida, suelte su ceñidor y conduzca al mozo al castillo, dueño de ella y de los fabulosos tesoros.
Estas jóvenes sienten al principio una gran tristeza por no estar con los suyos y la expresaban cantando bellas y enigmáticas canciones en la entrada de las cuevas, este canto atraía a los pastores y viajeros que pasaban por las cercanías, y si la Ayalga aun tenia naturaleza humana le avisaba de los peligros de despertar al Cuélebre que dormitaba en el interior. Ellas pueden conseguir volver a su vida humana, pero no hasta que el visitante consiga matar al dragón.
Aun hoy se recuerdan historias de encuentros de pastores con estos seres, en los que la dama enamoraba y explicaba al visitante como conseguir los valiosos tesoros del interior, una vez logrado regresaban al pueblo y la Ayalga se casaba con el hombre mortal y perdía todos los poderes que los espíritus de la Naturaleza le habían otorgado, como su bella voz y el entendimiento del lenguaje de animales y plantas, a su vez olvidaba para siempre sus recuerdos de convivencia del reino de las hadas. Sin embargo esto no sucedía siempre y el paso del tiempo diluía su naturaleza mortal, convirtiéndose en seres inmortales.
La Ayalga también se cree que es una mujer encantada que habita en las ruinas de antiguos palacios o en oscuras cavernas, prisionera de los cuélebres y que vive consumida en su tristeza, victima de los encantamientos. Su existencia esta ligada a las tradiciones de la noche de San Juan. La Ayalga, aprovechando el aletargamiento de los Cuélebres en esa noche, se manifiesta a los hombres en forma de luces o fuegos. El hombre que los apague con una rama de sauce podrá contemplar como surge de las cenizas una mujer, de una hermosura deslumbrante, que le ofrece su amor y los riquísimos tesoros que esconde en sus ocultos palacios.
Sobre las Ayalgas se recogen algunos detalles curiosos: los Cuélebres huyen al verla desencantada, coincidiendo con la hora del alba; ella conduce a su desencantador cogido por uno de los extremos de su ceñidor, descrito con frecuencia como hecho de bellas flores silvestres; se la representa con largas melenas; su encantamiento es un castigo impuesto por sus pecados. En el mejor de los casos el relato termina en un feliz matrimonio.
Son hermosas, pero menos que las Xanas. Su belleza es terrena sin nada diabólico. En definitiva, pertenecen al grupo de mujeres encantadas obligadas a vivir en misteriosos palacios llenos de grandes riquezas, guardados por horrorosos cuélebres (enormes culebras con alas) que parecen escapados del amplio catálogo de los reptiles prehistóricos.
Así como la mañana de San Juan es propicia al desencantamiento, la noche de San Juan también lo es y por ello las Ayalgas, que constantemente suspiran por su libertad perdida, comprueban en ésa noche cómo se adormecen sus vigilantes guardianes, y, entonces, ellas atraen a los hombres por medio de unas lucecitas azuladas, bastando que alguno de ellos las toque con una rama de sauce verde para romper el encanto, lo cual motivará el que la desencantada, agradecida, suelte su ceñidor y conduzca al mozo al castillo, dueño de ella y de los fabulosos tesoros.
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